sábado, 12 de septiembre de 2009

Zona Sur (Pedro Susz)

El Sur por cuya existencia reclamaba Joan Manuel Serrat y hacia el cual rumbeaban en tren Los Prisioneros no es por supuesto el mismo Sur sobre el cual vuelca su mirada Juan Carlos Valdivia en esta catarsis introspectiva, que no es tanto una arriesgada incursión en los desvelos de la “gente bien” como una osada puesta en imagen, so pretexto de sacar a luz los trapitos sucios, de los moradores de aquella periferia chic desde donde miran hoy pasar el tren de la historia sin acabar de comprender “cuándo se jodió todo”.

Lo de periferia chic tiene relación con la migración del poder desde los reductos donde antes el país se gestionaba entre bocadillo y bocadillo, en los cocktails que luego los cronistas sociales convertían en las páginas donde se debía estar para existir, hacia otros núcleos que de todos modos acumulaban hace ya rato el grueso de la renta nacional a despecho –como la película señala sin miramientos– de la gesticulación vacía de aquellos que ya sólo intentan conjurar el naufragio asidos al ritual exhausto de tiempos mejores.

El Sur decía, el nuestro, es a contramano de lo que ocurre en el globo y gracias a la impar geografía paceña, el sitio del privilegio. Era, para ser más preciso. De la paradoja geosociológica se nutrió Chuquiago (Antonio Eguino/1977), aquella radiografía hecha a hurtadillas en las postrimerías de la dictadura, dejando aflorar de manera sólo a medias deliberada, ahora lo sabemos, las primeras ondas expansivas de un terremoto que venía desde lo hondo de las cuentas pendientes. Fue la peculiar sensibilidad de “Cacho” Soria la que registró el dato.

Ahora, cuando ya no se trata de una vibración en el sismógrafo sino de un terremoto en curso, es la de Juan Carlos Valdivia la que, con conocimiento de causa de primera mano, instala un microcosmos familiar sobre el cual proyecta su sombra el país en trance de parto. Allí, en ese caserón de la parte “de abajo” de la ciudad, agotando los días en una sucesión de gestos vacíos de sentido y mirando la realidad desde detrás de los vidrios, la familia entera, con la ausencia significativa del padre, siente que el mundo se le escurre de las manos, con la sola excepción del pequeño Andrés, limpio aún de los tics del entorno.

El relato quiere dar cuenta del desacomodo, la perplejidad, la irritación de un grupo social obligado por las circunstancias a hacerse cargo de una cuestión que nunca calculó pudiera acaecer: los indios han resuelto abandonar el sótano para instalarse en el living, y allí están dispuestos a permanecer. De cara a ese factum sobre cuyo devenir ya no tiene manera de influir para regresarlo al cauce antiguo, al grupo sólo le resta buscar un modus vivendi con los otros, enfrentando el handicap de tener que asomarse in extremis a un mundo que había preferido mirar de soslayo y al que definitivamente no comprende.

Esto último la película, concebida como un espejo –al que iconográficamente aluden los muchos espejos diseminados por la casa– lo pone en claro dejando que los diálogos en aymara entre el mozo y la trabajadora del hogar queden sin traducción, obligando a buena parte de los espectadores a cobrar ellos también conciencia del extrañamiento que invade aquel universo que parecía destinado a discurrir incambiado por siempre.

Semejante imposibilidad de penetrar lo desconocido está definitivamente señalado en la única secuencia de exteriores, la del entierro del hijo de Wilson, reducido a una ceremonia en círculo, que la cámara circunda sin atreverse a traspasar, mostrando al grupo de deudos contra un cielo cargado de nubes ominosas, anuncio de tormentas por llegar.

Tal capacidad de síntesis visual para encontrar en la iconografía la carga connotativa básica del relato, hace de Zona Sur un emprendimiento netamente cinematográfico que explora los recursos de puesta en imagen con un atrevimiento en virtud del cual la película marca otro punto de inflexión en la última producción nacional. (Adicionalmente, porque muchas de las hechuras recientes exhibían una desprolijidad que, en varios casos terminaba afectando seriamente la contextura del producto final).

En cambio la película de Valdivia muestra un extremo cuidado por cada detalle del tratamiento narrativo. Es el caso de la elección de los colores del vestuario, con notoria predominancia de los tonos blancos. Viene a ser al mismo tiempo un tributo a Pier Paolo Pasolini y su Teorema (1968), metáfora también acerca de crepúsculos civilizatorios inminentes, tomando al núcleo familiar –célula básica de la estructura social– como significante del desmoronamiento de las certidumbres, una vez que la presencia de un extraño llegado desde fuera corroe los hábitos y pone en entredicho los valores “eternos”, pero también de un signo cromático que remite al sudario, atuendo final de los muertos.

La prolijidad de Valdivia destaca igualmente en el aprovechamiento de los ambientes, de los objetos, de los gestos, en la cuidadosa elección en definitiva de cada uno de los elementos puestos delante de la cámara para aportar a la densificación de lo dicho.

Sin embargo, el gran reto autoimpuesto por el director está en el manejo de la cámara precisamente, construyendo un relato hecho de círculos concéntricos –o viciosos– a través del plano secuencia que encierra el desplazamiento de los personajes en una suerte de atmósfera claustrofóbica, a tono con la incapacidad de seres cogidos en pleno despiste existencial para escapar al agobio de las circunstancias. El recurso funciona bien, aun cuando a momentos se torna reiterativo, aunque ello mismo contribuye a intensificar la sensación de hastío que construye la atmósfera prevaleciente, acorde asimismo al sentido impreso a la trama.

Es a tal grado calculado el manejo de las factibilidades de puesta en imagen, y tan notorio el desequilibrio con el manejo de los diálogos, no siempre a la altura de éste, que en muchos momentos tuve la impresión de que la película pudo haber prescindido de estos últimos sin ver notoriamente disminuido el sentido buscado. En efecto, las réplicas rozan en varias instancias la puerilidad, comprometiendo a ratos la contundencia de este mea culpa tal vez algo tardío.

Era un riesgo previsible: de tanto cuidar las formas se descuidó el talante emotivo de una película fría en definitiva, desvestida de cualquier vibración sentimental. Las secuencias finales, las menos felices y justificadas del relato, no consiguen quebrar tal distancia excesiva entre el director y su materia. Ello a pesar de la soltura de Valdivia para desembarazarse de la falsa moralina que hace de muchos personajes del cine boliviano individuos asexuados, ajenos a esa pulsión humana elemental: el deseo. En la oportunidad el erotismo tiene una bienvenida presencia, ajena a cualquier afán exhibicionista, pero con una firmeza que rompe cánones establecidos y deja planteados nuevos retos para futuras producciones.

El elenco entrega una faena pareja en general, si bien destacan de manera nítida Pascual Loayza en el rol de Wilson, Viviana Condori en el de Marcelina y el pequeño Nicolás Fernández en el de Andrés, cuya autenticidad contrasta con el envaramiento del que no siempre consigue desprenderse el resto.

El balance general es altamente positivo. Con su tercer largo Valdivia redondea una obra de autor de marca inconfundible, contribuyendo a la diversidad de propuestas que plantean una nueva etapa en el cine nuestro, cada una de las cuales podrá interpelar con mayor o menor contundencia a determinados estratos del público. El de Valdivia definitivamente es ese mismo al que desnuda en este su fresco sobre la Bolivia que ya fue.
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El autor es crítico de cine.
Fuente: Pulso.