sábado, 12 de septiembre de 2009

“Zona Sur”: el canto del cisne (Carlos Mesa)

Andrés (Nicolás Fernández) está en el comedor impecablemente puesto para una cena, la cámara gira en su rutinario ciclo de compás a la altura de las copas. Por un instante, los ojos claros del niño se pueden ver a través del cristal de una de ellas. La copa es una esfera. Andrés —paradójicamente— es el único de los personajes de Zona Sur que está fuera de las esferas que encierran de modo dramático a todos los personajes, pero la metáfora se expresa de modo intenso en ese par de momentos en que el vidrio es físicamente una burbuja, tan cerrada cuanto transparente.

Si el niño es el único nexo entre un mundo y otro, y será al final el único que pueda zafarse de la casa que encierra las vidas de todos, es a la vez quien nos lleva de la mano por una trama hilada con ritmo exasperante, pero perfecto para esta historia. La cámara (el yo interior, el yo colectivo, el narrador narrado), es en este caso la concepción creativa esencial del director Juan Carlos Valdivia.

Zona Sur es —qué duda cabe— la película más madura y personal del realizador que se inició en el complejo camino del largometraje hacen ya largos 14 años. El filme puede leerse de varias maneras, pero quizás la más significativa sea la propuesta conceptual. Y aquí Valdivia hace por primera vez desde que Sanjinés publicara Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, una apuesta por enlazar con sentido fondo y forma, no a través de artificios esteticistas sino a partir de una honda visión interior. La idea de las esferas es aquí esencial para lograr el clima exterior y a la vez encontrar el alma-rehén de los personajes. De ese modo, la cámara comenzará a girar cuando Marcelina (Viviana Condori) abre la reja de ingreso a la casa al comenzar la película y no terminará sino en la última secuencia de la obra, mirando el cielo liberador.

Pertinaz, implacable, Paul de Lumen la hará dar una y otra vez vueltas de 360°, lentamente, a un mismo ritmo-tiempo, como un metrónomo, pero sin compases, porque el giro todo es un compás. La cámara dará la vuelta sobre el mundo de cada uno y de todos sin importar la altura de sus movimientos, ni su inclinación. Será círculo, será elipse, será rueda de Chicago, será cuerpo íntimo, será un obsesivo y único ojo. Con ella estarán el cristal y el espejo, uno y muchos, todo tendrá su revés, cada rostro podrá mirarse y remirarse, cada cara será una y dos, y tres cuando no más, a partir de la omnisciente presencia de los marcos de plata y las fotografías de los miembros de esta familia que se ahoga en sus esferas y vive en ellas y no puede respirar sin ellas.

Valdivia no propone una idea estética, propone que la cámara, que la dirección de arte, que el tiempo (lento, siempre lento), que el montaje, que la luz, sean encarnación entre personajes e historia. El cuidadoso estilo teatral de su primera película, Jonás y la ballena rosada, en la puesta en escena con su mayor logro en el vientre de la ballena-sótano de los amantes, es aquí más complejo, porque Joaquín Sánchez logra lo improbable, que el blanco y la transparencia encierren. Es que ésta es la historia de un encierro entre caracolas marinas, bolas de cristal, objetos de plata y lugares barrocos como el baño de Carola (Ninón del Castillo), toques kitsh como los patitos de la bañera de Patricio (Juan Pablo Koria), que en la composición global logran una extraña belleza entre lo leve y lo pesado.

Sin lugar a la caricatura

¿De qué se trata Zona Sur?, de lo obvio, sí, un lugar, una clase, un espacio social, un momento de la historia sugerido apenas con la primera plana de un periódico. Pero el sociologismo no cabe porque desmontaría la historia personal, la nostalgia, el niño y los sueños, la mirada desde abajo y los espacios cruzados de lo que es lo mestizo. Impecable el autor cuando nos deja con los parlamentos en aymara sin traducir. Que quede claro, hay una barrera entre dos mundos contradictorios, que no se entienden en la palabra, pero que sí pueden conectarse a través de señales, de signos de afecto y desafecto. No hay lugar para la caricatura, cuyo riesgo era evidente, el de explotadores y explotados. Los hechos son más que elocuentes.

El triángulo clave está en Carola, Wilson (Pascual Loayza) y Andrés. Los tres son sin duda los personajes más completos y logran mostrar los círculos y liberarse o quedar atrapados en ellos, estar dentro o fuera de sus propias prisiones a través del puente emocional del niño que pregunta para exorcizar. Carola es una extraña combinación de frivolidad y mirada sagaz sobre sí misma y sobre sus hijos; desbordada por las formas, en el fondo entiende perfectamente su propio desmo- ronamiento interior y el de todo lo que la rodea, se da cuenta de que la búsqueda de sus hijos es insuficiente, inmadura. Sus lugares comunes son resueltos sin lugares comunes. La ominosa ausencia del padre, la sobreprotección; madre para el hijo, madrastra para la hija. El hijo consentido, la hija cuestionada. Carola es el matriarcado en toda su fuerza y en toda su debilidad, es la intuición inteligente y la respuesta convencional en una sola persona. Pasando por alto algunas dubitaciones en el parlamento, Del Castillo hace una interpretación acabada e intensa, con un rostro difícilmente equiparable para retratar a una mujer en la madurez y en la descarnada soledad.

Loayza se mueve con brillantez como pez en el agua en ese doble mundo del empleado y el hombre con mundo propio y enigmático. Irónicamente para Valdivia, quizás la secuencia más bella y sobrecogedora del filme es la única en que la cámara gira libre, en la montaña, con el inmenso lago a sus pies y con la serena sobriedad de la celebración de la muerte de ese otro mundo atisbado con respeto y sin folklorismo. Wilson es ambiguo como lo son, salvo Andrés y Marcelina, todos los protagonistas, como es ambigua la vida. Los tonos de los interiores de esa soberbia casa son los tonos de las almas.

Pero es en los dos jóvenes y en sus respectivas novias, donde el desarrollo de caracteres se hace insuficiente, Patricio y Bernarda (Mariana Vargas) no alcanzan a desarrollar su interioridad. Su leit motiv es la agresividad, la actitud desafiante y la provocación, en el fondo viven la indefensión y el extravío de una edad de transformación y de una clase desconectada del mundo real, pero que no acaba de cerrarse en la propuesta dramática. Aquí, una vez más, Valdivia cede a la tentación del exceso y nos ofrece alguna escena de sexo demás, que podría haberse omitido, quedando claro a pesar de ello, que es el realizador que trata con mayor solidez un tema que el falso pudor local nunca logró resolver con naturalidad en películas de otros directores.

La fiesta ha terminado

Cuando Carola y Wilson, que se mueven siempre en el borde del diálogo y el equívoco, están a punto de romper físicamente su siempre precario equilibrio, la película llega al vértice en el que las esferas se rompen. Ambos son conscientes de su intensidad contenida y de la página volcada. Una clase se ha desmoronado. El poder le ha sido arrebatado, la otra clase ha tomado el papel de protagonista central en este nuevo tiempo. El desenlace quizás imprevisible, es por el contrario el único posible en este contexto. La comadre (Juana Chuquimia), la chola, llegará para decirnos a todos que la historia ha dado un giro de 180°. La fiesta ha terminado. La matriarca mestiza comprará la casa de Carola, pero hará algo más, definirá claramente la vacuidad y la frivolidad que se están hundiendo, a la vez, una elegante sofisticación europeizante será sustituida por la imponente mujer, su rostro impenetrable y sus frases suaves pero claras: “¿Y si te ofrezco 20 mil más comadre?”.

Andrés es la libertad y el lazo. Será el único testigo silencioso de esta familia que se acerca al mundo del “otro”. Se mueve entre su ensimismamiento con “Spielberg”, su yo alterno, y su limpia locuacidad, es víctima y centro de la agresión cariñosa pero incesante de su hermano que quisiera en él la reproducción interminable del machismo irresponsable. Es quizás un rol demasiado esforzado para el pequeño Nicolás que, con todo, sale librado del peso que el director pone en él para conectar las esferas.

La música de Cergio Prudencio resuelve su mayor desafío en el cine, con la sobriedad impensable en trabajos como Para recibir el canto de los Pájaros. La intimidad es aquí un imperativo, la música no podía y no llega al punto de romperla o invadirla. ¿Gira como la cámara? Sí, gira como la cámara y nos envuelve.

Por momentos, la película se extravía en fragmentos que no se cierran, en historias inconclusas, en pinceladas que no cuadran. Sólo los tres personajes logran centrarse en la totalidad. ¿Son hilos dejados sueltos por acaso, o es una búsqueda intencional? Quizás la razón sea que la peripecia no importa, porque de eso se trata. Al no ocurrir nada relevante en la superficie, uno puede seguir hasta sus recovecos más íntimos lo que cada uno es en esa Zona Sur que da el dramático canto del cisne, el último, el que nos ha tocado presenciar, o vivir, o protagonizar, según cada espectador. En castellano y aymara, Carola y Wilson nos muestran dos rostros multiplicados en sus espejos exteriores e interiores.

Andrés volará a lo que quiere ser, busca siempre y logrará la libertad repetida de modo magistral con las tomas aéreas sobre esos techos que son el mundo, todo el mundo de Zona Sur.

Si Juan Carlos Valdivia no hubiese cedido a un final simbólico pero deslavado, pudo haber escogido para redondear esta película emblemática, ese momento sobrecogedor de la cámara alejándose lentamente, mientras cada uno de los personajes está atrapado en su esfera, detrás de los cristales de la casa que vive el blanco el azul y gris, y la lluvia, y el sol como se vive la vida.

“Hay una barrera entre dos mundos contradictorios, que no se entienden en la palabra, pero que sí pueden conectarse a través de signos de afecto y desafecto”.

“Una clase se ha desmoronado. El poder le ha sido arrebatado, la otra clase ha tomado el papel de protagonista central”.