sábado, 8 de agosto de 2009

Tres rotundos fracasos

Los tres fracasos a los que nos referimos –gas, litio y hierro— pasan desapercibidos en medio de la trivialidad de las pugnas cotidianas

Mientras los bolivianos –los del oficialismo pero también, y sobre todo los de la oposición— continuamos obnubilados con nuestras cotidianas pugnas internas, en las que lo que único que parece estar en disputa son los despojos a los que está siendo reducido nuestro país, los temas realmente importantes, los que tendrían que preocuparnos de verdad, pasan casi desapercibidos sin que haya quién les preste la atención que merecen.
Entre ellos se destaca la sistemática destrucción de las bases sobre las que se sostiene la economía nacional. El caso de los hidrocarburos es el principal de los ejemplos, pero no el único. Un fracaso igual de grande es el que se cierne sobre otros dos rubros en los que se depositaron desmesuradas expectativas y que también se encaminan a ser dos enormes frustraciones. Se trata de la explotación del litio en el salar de Uyuni y del hierro en el Mutún.
Los tres fracasos a los que nos referimos –gas, litio y hierro— tienen algunas características comunes. El sistemático ocultamiento de información, mediante el que se le niega a la ciudadanía el acceso a datos básicos sobre la manera como están siendo administrados esos recursos, es una de ellas.
A pesar de ello, está cada vez más claro el panorama que se vislumbra en lo que a futuro gasífero del país se refiere, pues las noticias que sobre el tema llegan del exterior son de lo más elocuentes. Se sabe, por ejemplo, que alrededor de Bolivia están ya en plena construcción cinco plantas –dos en Brasil, dos en Chile y una Argentina-- para importar gas que sustituya al boliviano. Trinidad y Tobago, Qatar y… ¡Venezuela!, serán los países que ocupen el lugar de Bolivia como proveedores de tan vital energético. Así, Bolivia tendrá cada vez mayores dificultades para conservar su principal fuente de ingresos.
Es mucho menos lo que se sabe sobre el litio. Pero lo poco que se puede averiguar al respecto es suficiente para temer que, como en el caso del gas, se está esfumando una extraordinaria oportunidad. Es que pese a lo importantes que son las reservas de esa materia prima, ninguna de las empresas interesadas en su explotación está dispuesta a realizar las inversiones necesarias por la falta de condiciones mínimas.
El caso del hierro del Mutún es más desalentador aún. Es que a pesar de la tozudez con que las autoridades gubernamentales se niegan a dar la información básica sobre la marcha del proyecto, abundan los motivos para temer que éste se encamina hacia otro fracaso.
En circunstancias normales, los tres temas a los que nos referimos tendrían que ocupar un lugar destacado entre las preocupaciones de los aspirantes a candidatos. Pero como se ve, ninguno de ellos está a la altura de tan grandes desafíos, por lo que no será el oficialismo quien pague el costo de sus fracasos, sino todo el país.

Tres rotundos fracasos

Los tres fracasos a los que nos referimos –gas, litio y hierro— pasan desapercibidos en medio de la trivialidad de las pugnas cotidianas

Mientras los bolivianos –los del oficialismo pero también, y sobre todo los de la oposición— continuamos obnubilados con nuestras cotidianas pugnas internas, en las que lo que único que parece estar en disputa son los despojos a los que está siendo reducido nuestro país, los temas realmente importantes, los que tendrían que preocuparnos de verdad, pasan casi desapercibidos sin que haya quién les preste la atención que merecen.
Entre ellos se destaca la sistemática destrucción de las bases sobre las que se sostiene la economía nacional. El caso de los hidrocarburos es el principal de los ejemplos, pero no el único. Un fracaso igual de grande es el que se cierne sobre otros dos rubros en los que se depositaron desmesuradas expectativas y que también se encaminan a ser dos enormes frustraciones. Se trata de la explotación del litio en el salar de Uyuni y del hierro en el Mutún.
Los tres fracasos a los que nos referimos –gas, litio y hierro— tienen algunas características comunes. El sistemático ocultamiento de información, mediante el que se le niega a la ciudadanía el acceso a datos básicos sobre la manera como están siendo administrados esos recursos, es una de ellas.
A pesar de ello, está cada vez más claro el panorama que se vislumbra en lo que a futuro gasífero del país se refiere, pues las noticias que sobre el tema llegan del exterior son de lo más elocuentes. Se sabe, por ejemplo, que alrededor de Bolivia están ya en plena construcción cinco plantas –dos en Brasil, dos en Chile y una Argentina-- para importar gas que sustituya al boliviano. Trinidad y Tobago, Qatar y… ¡Venezuela!, serán los países que ocupen el lugar de Bolivia como proveedores de tan vital energético. Así, Bolivia tendrá cada vez mayores dificultades para conservar su principal fuente de ingresos.
Es mucho menos lo que se sabe sobre el litio. Pero lo poco que se puede averiguar al respecto es suficiente para temer que, como en el caso del gas, se está esfumando una extraordinaria oportunidad. Es que pese a lo importantes que son las reservas de esa materia prima, ninguna de las empresas interesadas en su explotación está dispuesta a realizar las inversiones necesarias por la falta de condiciones mínimas.
El caso del hierro del Mutún es más desalentador aún. Es que a pesar de la tozudez con que las autoridades gubernamentales se niegan a dar la información básica sobre la marcha del proyecto, abundan los motivos para temer que éste se encamina hacia otro fracaso.
En circunstancias normales, los tres temas a los que nos referimos tendrían que ocupar un lugar destacado entre las preocupaciones de los aspirantes a candidatos. Pero como se ve, ninguno de ellos está a la altura de tan grandes desafíos, por lo que no será el oficialismo quien pague el costo de sus fracasos, sino todo el país.

viernes, 7 de agosto de 2009

Al estilo de Melgarejo

Nadie, ni aquí ni en ninguna parte del planeta, puede considerarse tocado por la divinidad o investido de supremos poderes

La historia de nuestro país tiene tintes muy peculiares. Sin desconocer las páginas gloriosas, que desgraciadamente no son muchas, su contenido cae en el campo de las melgarejadas caracterizado por los disparates, los despropósitos, los ensimismamientos de los mandamases, amén de otros fenómenos tan grandes o mayores que los que se repiten casi a diario en el vasto escenario boliviano. Aunque nadie ignora a qué se alude cuando se habla de las melgarejadas, nada se pierde con aclarar que se trata de una alusión al tristemente célebre Mariano Melgarejo que, ignorante, cuartelario y a la par brutal, se alzó desde su condición de soldado raso, nacido en un pueblecillo de los fértiles valles cochabambinos, hasta erigirse en primer mandatario de Bolivia con las botas bien puestas. Mariano Melgarejo, expresión de oprobio en nuestro país y ante la faz del mundo, prevalido de la fuerza que acuerda el poder a quienes se le montan abruptamente, ejercitó un culto fanático a su personalidad, de la que hizo dueña y señora durante su malhadado régimen. Porque en sí resumió todas las facultades que conlleva el despotismo, Melgarejo regaló extensas franjas del territorio nacional o las empleó a manera de trueque hasta por un caballo e incluso por una miserable medalla de cuero. El régimen melgarejista no pasó de ser una francachela que normalmente se desarrolló en las severas y austeras dependencias del Palacio Quemado. Allí se bebía y se comía sin control y se llegaba hasta los extremos del relajo con la moral, Mariano Melgarejo sentó una escuela, una norma de conducta que, al cabo de un siglo, sigue ligada a la calidad del hombre boliviano que, aunque nos duela, tan bajo se cotiza cada vez que traspone las fronteras patrias. No sería justo afirmar que la historia, después de Melgarejo, no ha sido otra cosa que un calco de la que dejó impresa el brutal personaje don Mariano. Pero tampoco se peca por exageración cuando se sostiene que en sucesivos regímenes, se han dado melgarejadas, no una, no unas cuantas, sino varias, tal vez muchas más que las que se pueden considerar como simples debilidades de los hombres. Con las honrosas excepciones que sería menester buscar con lupa, cabe remarcar que melgarejadas se dieron ayer nomás, se dan hoy y seguramente se seguirán dando hasta que aparezcan en nuestras playas bolivianos de nuevo cuño. Nadie, ni aquí ni en ninguna parte del planeta, puede considerarse tocado por la divinidad o investido de supremos poderes para hacer y deshacer a su arbitrio de lo que constituye el interés público. Nadie puede presumir de impoluto, de perfecto, de bello, de infalible, de poseedor de la verdad absoluta. Y mucho menos los bolivianos, que viven reformando, transformando, con mañas casi siempre, instituciones y hechos, mas nunca buscaron la forma de cambiar, de transformarse ellos mismos, por el bien de sus semejantes y del país en crónica postración.

Al estilo de Melgarejo

Nadie, ni aquí ni en ninguna parte del planeta, puede considerarse tocado por la divinidad o investido de supremos poderes

La historia de nuestro país tiene tintes muy peculiares. Sin desconocer las páginas gloriosas, que desgraciadamente no son muchas, su contenido cae en el campo de las melgarejadas caracterizado por los disparates, los despropósitos, los ensimismamientos de los mandamases, amén de otros fenómenos tan grandes o mayores que los que se repiten casi a diario en el vasto escenario boliviano. Aunque nadie ignora a qué se alude cuando se habla de las melgarejadas, nada se pierde con aclarar que se trata de una alusión al tristemente célebre Mariano Melgarejo que, ignorante, cuartelario y a la par brutal, se alzó desde su condición de soldado raso, nacido en un pueblecillo de los fértiles valles cochabambinos, hasta erigirse en primer mandatario de Bolivia con las botas bien puestas. Mariano Melgarejo, expresión de oprobio en nuestro país y ante la faz del mundo, prevalido de la fuerza que acuerda el poder a quienes se le montan abruptamente, ejercitó un culto fanático a su personalidad, de la que hizo dueña y señora durante su malhadado régimen. Porque en sí resumió todas las facultades que conlleva el despotismo, Melgarejo regaló extensas franjas del territorio nacional o las empleó a manera de trueque hasta por un caballo e incluso por una miserable medalla de cuero. El régimen melgarejista no pasó de ser una francachela que normalmente se desarrolló en las severas y austeras dependencias del Palacio Quemado. Allí se bebía y se comía sin control y se llegaba hasta los extremos del relajo con la moral, Mariano Melgarejo sentó una escuela, una norma de conducta que, al cabo de un siglo, sigue ligada a la calidad del hombre boliviano que, aunque nos duela, tan bajo se cotiza cada vez que traspone las fronteras patrias. No sería justo afirmar que la historia, después de Melgarejo, no ha sido otra cosa que un calco de la que dejó impresa el brutal personaje don Mariano. Pero tampoco se peca por exageración cuando se sostiene que en sucesivos regímenes, se han dado melgarejadas, no una, no unas cuantas, sino varias, tal vez muchas más que las que se pueden considerar como simples debilidades de los hombres. Con las honrosas excepciones que sería menester buscar con lupa, cabe remarcar que melgarejadas se dieron ayer nomás, se dan hoy y seguramente se seguirán dando hasta que aparezcan en nuestras playas bolivianos de nuevo cuño. Nadie, ni aquí ni en ninguna parte del planeta, puede considerarse tocado por la divinidad o investido de supremos poderes para hacer y deshacer a su arbitrio de lo que constituye el interés público. Nadie puede presumir de impoluto, de perfecto, de bello, de infalible, de poseedor de la verdad absoluta. Y mucho menos los bolivianos, que viven reformando, transformando, con mañas casi siempre, instituciones y hechos, mas nunca buscaron la forma de cambiar, de transformarse ellos mismos, por el bien de sus semejantes y del país en crónica postración.

jueves, 6 de agosto de 2009

Un 6 de agosto muy especial


Este 6 de agosto nos encuentra pues en el punto álgido de un proceso de transición cuya futura evolución está aún por verse

Hoy, 6 de agosto de 2009, los bolivianos tendríamos que estar conmemorando el 184 aniversario de la fundación de nuestra República, la República de Bolivia. Pero no podemos hacerlo. No podemos conmemorar algo que, por lo menos por ahora y muy a nuestro pesar, está dejando de existir.
Es probable que, a primera vista, parezca una exageración hacer una afirmación tan categórica. Sin embargo y desgraciadamente, hay motivos para sostener que así de honda es la transformación con la que se pretende dar por concluido todo un período de nuestra historia.
Es que la decisión de retirar el término “república” de la caracterización del “Estado Plurinacional de Bolivia” en la Nueva Constitución Política del Estado es algo más, mucho más que un simple cambio de denominación. Es sólo el aspecto formal, el más visible, de un proyecto político que en los hechos, y no sólo en las palabras, se propone destruir hasta no dejar rastros de la institucionalidad republicana que comenzó a construirse un día como hoy de 1825.
Tan audaz proyecto político no está concebido para ser llevado a cabo de un día para el otro. Se trata de un proceso cuyo avance será más o menos rápido dependiendo de las circunstancias en que se desarrolle. Depende tanto de la fuerza de quienes lo impulsan, como de la capacidad de contrarrestarlo que tengan quienes se le oponen.
Los tres años y ocho meses que han transcurrido desde que se inició ya dan algunas pautas que permiten evaluar el estado actual del proceso de destrucción de la República. Un proceso que se desarrolla simultáneamente en dos escenarios: el simbólico o imaginario, y el fáctico. Y enlazando a ambos, el andamiaje legal cuyo principal componente es la nueva Constitución tan irregularmente impuesta por las fuerzas que conducen el “proceso de cambio”.
En el primer escenario, el de lo simbólico, el avance del proceso se refleja de muchas maneras. El desplazamiento de la bandera tricolor por la wiphala, la expulsión de la historia de los héroes cuyas luchas condujeron a la fundación de la República, la sustitución de la nación boliviana por 36 naciones fantasmagóricas, son algunos de sus principales componentes.
En lo fáctico, el principal logro del proyecto ha consistido en el debilitamiento, aunque aún no destrucción, de la independencia de dos de los tres pilares del Estado republicano y la concentración del poder en la figura del Presidente. Se han dado grandes pasos hacia la consolidación de un régimen autárquico y se han sentado las bases para posteriores avances.
Este 6 de agosto nos encuentra pues en el punto álgido de un proceso de transición cuya futura evolución está aún por verse. Qué país tengamos el próximo año, sólo depende de lo que hagan y dejen de hacer las dos fuerzas que están en acción: las que impulsan el proceso de destrucción de la República, por un lado, y las que se le oponen, por el otro.

Un 6 de agosto muy especial


Este 6 de agosto nos encuentra pues en el punto álgido de un proceso de transición cuya futura evolución está aún por verse

Hoy, 6 de agosto de 2009, los bolivianos tendríamos que estar conmemorando el 184 aniversario de la fundación de nuestra República, la República de Bolivia. Pero no podemos hacerlo. No podemos conmemorar algo que, por lo menos por ahora y muy a nuestro pesar, está dejando de existir.
Es probable que, a primera vista, parezca una exageración hacer una afirmación tan categórica. Sin embargo y desgraciadamente, hay motivos para sostener que así de honda es la transformación con la que se pretende dar por concluido todo un período de nuestra historia.
Es que la decisión de retirar el término “república” de la caracterización del “Estado Plurinacional de Bolivia” en la Nueva Constitución Política del Estado es algo más, mucho más que un simple cambio de denominación. Es sólo el aspecto formal, el más visible, de un proyecto político que en los hechos, y no sólo en las palabras, se propone destruir hasta no dejar rastros de la institucionalidad republicana que comenzó a construirse un día como hoy de 1825.
Tan audaz proyecto político no está concebido para ser llevado a cabo de un día para el otro. Se trata de un proceso cuyo avance será más o menos rápido dependiendo de las circunstancias en que se desarrolle. Depende tanto de la fuerza de quienes lo impulsan, como de la capacidad de contrarrestarlo que tengan quienes se le oponen.
Los tres años y ocho meses que han transcurrido desde que se inició ya dan algunas pautas que permiten evaluar el estado actual del proceso de destrucción de la República. Un proceso que se desarrolla simultáneamente en dos escenarios: el simbólico o imaginario, y el fáctico. Y enlazando a ambos, el andamiaje legal cuyo principal componente es la nueva Constitución tan irregularmente impuesta por las fuerzas que conducen el “proceso de cambio”.
En el primer escenario, el de lo simbólico, el avance del proceso se refleja de muchas maneras. El desplazamiento de la bandera tricolor por la wiphala, la expulsión de la historia de los héroes cuyas luchas condujeron a la fundación de la República, la sustitución de la nación boliviana por 36 naciones fantasmagóricas, son algunos de sus principales componentes.
En lo fáctico, el principal logro del proyecto ha consistido en el debilitamiento, aunque aún no destrucción, de la independencia de dos de los tres pilares del Estado republicano y la concentración del poder en la figura del Presidente. Se han dado grandes pasos hacia la consolidación de un régimen autárquico y se han sentado las bases para posteriores avances.
Este 6 de agosto nos encuentra pues en el punto álgido de un proceso de transición cuya futura evolución está aún por verse. Qué país tengamos el próximo año, sólo depende de lo que hagan y dejen de hacer las dos fuerzas que están en acción: las que impulsan el proceso de destrucción de la República, por un lado, y las que se le oponen, por el otro.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Fracaso del igualitarismo (Roberto Laserna)

Las revoluciones, casi siempre impulsadas por la lucha contra la desigualdad, están condenadas al fracaso. No importa cuán radical sea la redistribución de riquezas que ellas logren ni cuánta violencia ejerzan para prevenir la acumulación, la desigualdad renace desde su propio núcleo.

El único éxito de largo plazo que tienen las revoluciones es no intencionado, y consiste en abrir espacios para la movilidad social. Lamentablemente, el costo que imponen a las sociedades es muy alto si se lo compara con los procesos graduales de cambio social y económico que acompañan al desarrollo en democracia. Éstos, además, evitan la confusión entre desigualdad e injusticia, y generan una equidad más sólida y duradera.

El secreto de Herbert Klein

La primera parte de la tesis anterior está sustentada en un libro publicado en 1981: La revolución y el renacimiento de la desigualdad. Una teoría aplicada a la Revolución Nacional en Bolivia. Es sorprendente que este libro no se conozca en nuestro país, considerando la obsesión que tenemos con las reformas del 52 y que tiene como coautor a un reconocido “bolivianista”: Herbert Klein. El otro es Jonathan Kelley.

Ellos sostienen que Bolivia prueba el fracaso al que están condenadas las revoluciones. Su libro se basa en datos referidos a la generación que vive la revolución y a la que le sigue, obtenidos de una encuesta realizada a 1130 jefes de hogar en seis comunidades de altiplano, valles y llanos, las que fueron detalladamente estudiadas por antropólogos y sociólogos que vivieron en ellas entre 1965 y 1966.

Estos estudios permanecieron inéditos hasta el trabajo de Kelley y Klein, que miden las enormes desigualdades que caracterizaron a la sociedad boliviana antes de la revolución y muestran que los cambios radicales que implicaron la redistribución de tierras, la reorientación del gasto fiscal y la expropiación de ahorros por la inflación tuvieron impacto igualitario. Pero también descubren la corta duración de ese impacto, y detectan el rápido renacimiento de la desigualdad, la cual incluso alcanza niveles más acentuados.

Igualitarismo imposible

Las revoluciones fracasan porque pueden redistribuir las riquezas materiales, como la tierra, quitándola a los que tienen más y dándola a los que no la tienen, pero no pueden redistribuir otras riquezas no materiales como la educación, el conocimiento, la información o las relaciones. Y éstas, que están desigualmente distribuidas, tarde o temprano también se manifiestan materialmente. Y es que las sociedades no son estáticas y, como otras de sus características, las desigualdades se producen y reproducen continuamente. Son al mismo tiempo causa y resultado. Las riquezas (y las pobrezas) materiales y no materiales se influyen y refuerzan mutuamente, y tienden a la desigualdad.

El fracaso de la revolución no se debe, en consecuencia, a la traición de sus líderes, a la desviación ideológica de sus conductores o a la ineficiencia de sus administradores. Lo más que éstos pueden hacer es demorar el resurgimiento de la nueva desigualdad o esconderla, pero al costo de una inmensa represión, a veces sólo política, pero muchas veces también cultural y económica.

El libro demuestra que había desigualdad antes y que hubo desigualdad después, en niveles incluso más profundos, pero no reconoce que se trata de una “nueva” desigualdad. Nueva no sólo en magnitud sino también en las causas que la originan y en los estratos sociales que la viven. En la estructura que emerge de la revolución los recursos que permiten la acumulación ya no son los de antes, son distintos, y los individuos o grupos que los controlan y utilizan son también nuevos.

Si bien es cierto que las revoluciones se hacen para luchar contra la desigualdad y fracasan en ese intento, no es menos cierto que una intención oculta de los revolucionarios es romper los obstáculos a la movilidad social. Y lo logran.

Lo importante es la equidad

En realidad, si todas las revoluciones fracasan en su promesa de igualdad, tienen cierto éxito en su motivación más profunda y no siempre explícita: todas reemplazan a unos ricos por otros, sacan a algunos grupos del poder y encumbran a otros, eliminan a unas oligarquías pero generan otras.

Su problema es que confunden la desigualdad con la inequidad, cuando la importante es esta última, que alude a la dimensión de injusticia que puede haber en la desigualdad. Una desigualdad es injusta solamente cuando es impuesta y resulta insuperable.

Las revoluciones y los revolucionarios ignoran esa diferencia y tratan de resolver las injusticias eliminando las desigualdades, lo que ya ha resultado trágico para millones de personas.

La alternativa que enseña la historia es que, siendo la desigualdad inevitable, el antídoto para superar su dimensión injusta no es la igualación, forzada o no, sino la movilidad social.

Y aunque ésta puede considerarse un pequeño “éxito” dentro del gran fracaso de las revoluciones, no llega a justificarlas debido a los elevados costos que éstas imponen. Costos políticos, de represión, autoritarismo y violencia; y costos económicos, de rezago en el crecimiento. En esto, Bolivia es también un caso modelo: en términos reales, el PIB per cápita del año 1965 era inferior al de principios de los años 50.

En suma, si bien la revolución nacional fracasó en su igualitarismo y desató cierta movilidad social, no la pudo ampliar debido al estancamiento de la economía provocado por ella misma, por sus convulsiones y el debilitamiento de las instituciones.

Es necesario aprender las lecciones que esto nos deja ahora que estamos viviendo bajo una nueva obsesión igualitarista. Para ello, debemos ir más allá de la desigualdad y preocuparnos por lo que verdaderamente importa, que es la equidad. Nuestra propia historia y la de otros países muestran que la podemos conseguir, en forma gradual pero segura, si abrimos nuestra economía, si fortalecemos las instituciones, si defendemos los derechos y las libertades individuales, si impulsamos el crecimiento de la economía.

En síntesis, el voluntarismo político puede generar lo opuesto a lo que se busca. La justicia social se la alcanza de mejor manera y es más perdurable con la gradualidad del desarrollo, es decir, impulsando el progreso y ampliando la libertad.

Fuente: La Razón

Evo y las elecciones chilenas

Según la lógica gubernamental, es deber de los bolivianos hacer concesiones al régimen chileno para evitar un triunfo de la oposición

Durante las últimas semanas, desde que se supo que el gobierno del MAS estaba dispuesto a recurrir a todos los medios a su alcance para firmar un acuerdo con Chile mediante el que se dé por zanjado, por lo menos provisionalmente, el litigio por el uso de las aguas del manantial Silala, quedó abierta una pregunta cuya respuesta no parece fácil hallar. ¿Qué se esconde tras tan inusual empeño?
Al buscar una respuesta a tal interrogante, decíamos hace unos días en ese espacio que no es posible hallarla si sólo se recurre “a los elementos de juicio disponibles”. “Sólo cabe suponer que la única explicación posible se encuentra en los documentos secretos suscritos con el gobierno de Michelle Bachellet”, agregábamos.
Pero los términos de tales acuerdos no habían sido, como creíamos, la única explicación para la desembozada pusilanimidad que caracteriza la manera como nuestra cancillería se relaciona con el país vecino. Había habido una razón mucho más simple pero no por eso menos importante. La expuso el presidente Evo Morales durante la presentación del libro del viceministro de Coordinación con los Movimientos Sociales.
Se trata, según Morales, de la obligación que tiene su gobierno, y con él los “movimientos sociales” que lo apoyan, de evitar que la “derecha fascista” gane las elecciones que se realizarán en Chile el 13 de diciembre próximo. Desde su punto de vista, es obligación de los bolivianos identificados con el “proceso de cambio” ayudar al gobierno de Michelle Bachellet para evitar que eso ocurra.
Si ese el razonamiento que guía la política exterior de nuestro país, resulta un poco más fácil comprender la condescendencia gubernamental. Según esa lógica, insistir en el tema marítimo o defender los intereses nacionales en el caso Silala, por ejemplo, sería dar argumentos a la oposición chilena y por consiguiente, hacerse cómplices de ella. Lo que corresponde, pues, es hacer cuanta concesión haga falta para que la coalición oficialista pueda mostrar a sus potenciales electores un triunfo diplomático, aunque sea a costa de la causa boliviana.
Una muestra de tan peculiar manera de razonar ya la dio Morales cuando, tras la goleada que propinó el equipo boliviano a la selección argentina en un partido por las eliminatorias, declaró que hubiera preferido un triunfo argentino para no dar motivos de reclamo por la altura de La Paz. Ahora, con la misma lógica, propone entregar el Silala y archivar la causa marítima para no dar motivos de reclamo a la “derecha pinochetista”.
Es tan insólito tal modo de conducir la política exterior, que podría suponerse que se trata sólo de un exabrupto o un simple malentendido. Pero en éste como en otros casos, lamentablemente, Morales da motivos para no dudar de la seriedad de sus palabras.

Evo y las elecciones chilenas

Según la lógica gubernamental, es deber de los bolivianos hacer concesiones al régimen chileno para evitar un triunfo de la oposición

Durante las últimas semanas, desde que se supo que el gobierno del MAS estaba dispuesto a recurrir a todos los medios a su alcance para firmar un acuerdo con Chile mediante el que se dé por zanjado, por lo menos provisionalmente, el litigio por el uso de las aguas del manantial Silala, quedó abierta una pregunta cuya respuesta no parece fácil hallar. ¿Qué se esconde tras tan inusual empeño?
Al buscar una respuesta a tal interrogante, decíamos hace unos días en ese espacio que no es posible hallarla si sólo se recurre “a los elementos de juicio disponibles”. “Sólo cabe suponer que la única explicación posible se encuentra en los documentos secretos suscritos con el gobierno de Michelle Bachellet”, agregábamos.
Pero los términos de tales acuerdos no habían sido, como creíamos, la única explicación para la desembozada pusilanimidad que caracteriza la manera como nuestra cancillería se relaciona con el país vecino. Había habido una razón mucho más simple pero no por eso menos importante. La expuso el presidente Evo Morales durante la presentación del libro del viceministro de Coordinación con los Movimientos Sociales.
Se trata, según Morales, de la obligación que tiene su gobierno, y con él los “movimientos sociales” que lo apoyan, de evitar que la “derecha fascista” gane las elecciones que se realizarán en Chile el 13 de diciembre próximo. Desde su punto de vista, es obligación de los bolivianos identificados con el “proceso de cambio” ayudar al gobierno de Michelle Bachellet para evitar que eso ocurra.
Si ese el razonamiento que guía la política exterior de nuestro país, resulta un poco más fácil comprender la condescendencia gubernamental. Según esa lógica, insistir en el tema marítimo o defender los intereses nacionales en el caso Silala, por ejemplo, sería dar argumentos a la oposición chilena y por consiguiente, hacerse cómplices de ella. Lo que corresponde, pues, es hacer cuanta concesión haga falta para que la coalición oficialista pueda mostrar a sus potenciales electores un triunfo diplomático, aunque sea a costa de la causa boliviana.
Una muestra de tan peculiar manera de razonar ya la dio Morales cuando, tras la goleada que propinó el equipo boliviano a la selección argentina en un partido por las eliminatorias, declaró que hubiera preferido un triunfo argentino para no dar motivos de reclamo por la altura de La Paz. Ahora, con la misma lógica, propone entregar el Silala y archivar la causa marítima para no dar motivos de reclamo a la “derecha pinochetista”.
Es tan insólito tal modo de conducir la política exterior, que podría suponerse que se trata sólo de un exabrupto o un simple malentendido. Pero en éste como en otros casos, lamentablemente, Morales da motivos para no dudar de la seriedad de sus palabras.

martes, 4 de agosto de 2009

El padrón biométrico y la ciudadanía

Lo único que puede contrarrestar los factores que confabulan contra el empadronamiento, es la participación activa de la ciudadanía

En medio de una enorme expectativa ciudadana, temores sobre la posibilidad de que en el camino se presenten más dificultades que las que sería de desear, y de una notable falta de compromiso de los principales protagonistas de la actividad política nacional, el pasado sábado se ha iniciado en todo el país el empadronamiento biométrico.
La expectativa se explica por las muchas esperanzas que se han depositado en que este nuevo sistema devuelva a los procesos electorales que se realicen de ahora en adelante la transparencia imprescindible para que las disputas políticas se resuelvan a través de las urnas sin que la voluntad de la ciudadanía sea distorsionada por prácticas fraudulentas. Hay plena consciencia de que del éxito con que se construya el nuevo padrón depende en gran medida la salud de la democracia, razón más que suficiente para que la marcha del proceso sea seguida con máximo interés.
El temor, por su parte, está motivado en las múltiples adversidades que el Órgano Electoral tendrá que vencer para llevar a buen término la tarea que se le ha encomendado. El poco tiempo disponible, que evidentemente es mucho más escaso del que haría falta, es uno de los principales obstáculos. Un sinfín de dificultades técnicas, algunas de las cuales ya se manifestaron durante los primeros días, hacen también temer por el éxito del nuevo sistema.
La tercera característica de proceso que se ha iniciado, finalmente, es tal vez la más importante. Es que por diferentes motivos, ni el oficialismo ni las diversas fracciones en que está dividida la oposición han dado hasta ahora suficientes muestras de compromiso con el empadronamiento biométrico.
Los motivos del oficialismo para esa manera de actuar son bien conocidos. Es que, más allá de las declaraciones de buenas intenciones, sobre cuya sinceridad hay buenos motivos para dudar, en los hechos todo parece indicar que lo que se desea en filas gubernamentales es que el empadronamiento biométrico fracase.
Los motivos del desinterés de la oposición son muy diferentes, pero no menos criticables. Atomizada como está, sin organización ni liderazgo, no está en condiciones de asumir la obligación que tiene de acompañar y supervisar la labor del Órgano Electoral. El hecho de que ni una sola de las organizaciones políticas legalmente habilitadas para participar en el proceso haya nombrado delegados oficiales, lo dice todo.
Hay también motivos para sospechar que algunos de los aspirantes a candidatos desean, en su fuero interno, que el empadronamiento no concluya en el tiempo previsto.
Felizmente, todos los factores mencionados pueden ser contrarrestados y superados por la voluntad de la ciudadanía. En la medida en que la gente acuda a inscribirse oportuna y ordenadamente, disminuirán los riesgos que se ciernen sobre el naciente padrón biométrico.

El padrón biométrico y la ciudadanía

Lo único que puede contrarrestar los factores que confabulan contra el empadronamiento, es la participación activa de la ciudadanía

En medio de una enorme expectativa ciudadana, temores sobre la posibilidad de que en el camino se presenten más dificultades que las que sería de desear, y de una notable falta de compromiso de los principales protagonistas de la actividad política nacional, el pasado sábado se ha iniciado en todo el país el empadronamiento biométrico.
La expectativa se explica por las muchas esperanzas que se han depositado en que este nuevo sistema devuelva a los procesos electorales que se realicen de ahora en adelante la transparencia imprescindible para que las disputas políticas se resuelvan a través de las urnas sin que la voluntad de la ciudadanía sea distorsionada por prácticas fraudulentas. Hay plena consciencia de que del éxito con que se construya el nuevo padrón depende en gran medida la salud de la democracia, razón más que suficiente para que la marcha del proceso sea seguida con máximo interés.
El temor, por su parte, está motivado en las múltiples adversidades que el Órgano Electoral tendrá que vencer para llevar a buen término la tarea que se le ha encomendado. El poco tiempo disponible, que evidentemente es mucho más escaso del que haría falta, es uno de los principales obstáculos. Un sinfín de dificultades técnicas, algunas de las cuales ya se manifestaron durante los primeros días, hacen también temer por el éxito del nuevo sistema.
La tercera característica de proceso que se ha iniciado, finalmente, es tal vez la más importante. Es que por diferentes motivos, ni el oficialismo ni las diversas fracciones en que está dividida la oposición han dado hasta ahora suficientes muestras de compromiso con el empadronamiento biométrico.
Los motivos del oficialismo para esa manera de actuar son bien conocidos. Es que, más allá de las declaraciones de buenas intenciones, sobre cuya sinceridad hay buenos motivos para dudar, en los hechos todo parece indicar que lo que se desea en filas gubernamentales es que el empadronamiento biométrico fracase.
Los motivos del desinterés de la oposición son muy diferentes, pero no menos criticables. Atomizada como está, sin organización ni liderazgo, no está en condiciones de asumir la obligación que tiene de acompañar y supervisar la labor del Órgano Electoral. El hecho de que ni una sola de las organizaciones políticas legalmente habilitadas para participar en el proceso haya nombrado delegados oficiales, lo dice todo.
Hay también motivos para sospechar que algunos de los aspirantes a candidatos desean, en su fuero interno, que el empadronamiento no concluya en el tiempo previsto.
Felizmente, todos los factores mencionados pueden ser contrarrestados y superados por la voluntad de la ciudadanía. En la medida en que la gente acuda a inscribirse oportuna y ordenadamente, disminuirán los riesgos que se ciernen sobre el naciente padrón biométrico.

lunes, 3 de agosto de 2009

Las autonomías indígenas

La principal facultad que la Constitución concede a las autonomías indígenas es la del autogobierno, permitiéndoles organizarse de acuerdo a sus propias normas, instituciones y procedimientos ancestrales

El día de ayer, en el marco de la celebración de la Reforma Agraria, el presidente de la República promulgó en la localidad de Camiri un Decreto Supremo que autoriza a los municipios del país que quieran adoptar el régimen de las autonomías indígenas puedan convocar a referendos municipales que tendrán el próximo 6 de diciembre de este año, el mismo día en que se llevarán a cabo las elecciones generales.
De esta manera, y en la que podría considerarse como una de las principales medidas gubernamentales para aplicar la Constitución Política del Estado en actual vigencia, la administración de Evo Morales dio un paso decisivo que marcará, a no dudarlo, el rumbo que vaya a seguir el proceso autonómico iniciado en el país hacen ya varios años bajo el liderazgo de los departamentos de la denominada Media Luna (Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija).
Es precisamente en respuesta al planteamiento de esas cuatro regiones, que propugnaban un modelo de autonomías departamentales, que el oficialismo creó en el nuevo texto constitucional cuatro niveles de autonomías: la autonomía regional, la autonomía municipal, la autonomía departamental y la autonomía indígena originaria campesina.
El referéndum al que podrán acogerse los municipios en el marco del Decreto Supremo promulgado ayer da lugar a la aplicación del último de esos niveles; es decir, de la autonomía indígena originaria campesina.
De esta manera, se pone en aplicación, también, la nueva organización territorial establecida en el texto de la CPE; en la que, además de los departamentos, provincias y municipios, se crean los territorios indígena originarios campesinos.
Así, los municipios que el 6 de diciembre adopten la condición de Autonomía Indígena, Originaria Campesina, se convertirán en entidades territoriales que, según lo estipulado en la CPE, no estarán subordinadas entre ellas y tendrán igual rango constitucional; es decir que no tendrán dependencia alguna de los niveles de autonomía departamental, municipal o regional.
La principal facultad que la Constitución concede a las autonomías indígenas es la del autogobierno, permitiéndoles organizarse de acuerdo a sus propias normas, instituciones y procedimientos ancestrales.
No está claro, aún, cuántos municipios, de los 327 que existen en Bolivia, irán al referéndum para acogerse al modelo de las autonomías indígena; ni cuántas -si no todas- de las 36 naciones indígenas constitucionalmente reconocidas se declararán autónomas.
Lo cierto es que ayer, con la promulgación del mencionado Decreto, se crea otro hito del largo proceso de inclusión y reconocimiento de los derechos de los indígenas y campesinos iniciado hace más de medio siglo, con la dictación de la Reforma Agraria el 2 de agosto de 1953.
De ahora en adelante, al Gobierno le toca la difícil tarea de dar viabilidad y sostenibilidad a la coexistencia de varios niveles autonómicos, evitando que las competencias y atribuciones de cada uno de ellos puedan constituirse en fuente de futuros conflictos.

Las autonomías indígenas

La principal facultad que la Constitución concede a las autonomías indígenas es la del autogobierno, permitiéndoles organizarse de acuerdo a sus propias normas, instituciones y procedimientos ancestrales

El día de ayer, en el marco de la celebración de la Reforma Agraria, el presidente de la República promulgó en la localidad de Camiri un Decreto Supremo que autoriza a los municipios del país que quieran adoptar el régimen de las autonomías indígenas puedan convocar a referendos municipales que tendrán el próximo 6 de diciembre de este año, el mismo día en que se llevarán a cabo las elecciones generales.
De esta manera, y en la que podría considerarse como una de las principales medidas gubernamentales para aplicar la Constitución Política del Estado en actual vigencia, la administración de Evo Morales dio un paso decisivo que marcará, a no dudarlo, el rumbo que vaya a seguir el proceso autonómico iniciado en el país hacen ya varios años bajo el liderazgo de los departamentos de la denominada Media Luna (Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija).
Es precisamente en respuesta al planteamiento de esas cuatro regiones, que propugnaban un modelo de autonomías departamentales, que el oficialismo creó en el nuevo texto constitucional cuatro niveles de autonomías: la autonomía regional, la autonomía municipal, la autonomía departamental y la autonomía indígena originaria campesina.
El referéndum al que podrán acogerse los municipios en el marco del Decreto Supremo promulgado ayer da lugar a la aplicación del último de esos niveles; es decir, de la autonomía indígena originaria campesina.
De esta manera, se pone en aplicación, también, la nueva organización territorial establecida en el texto de la CPE; en la que, además de los departamentos, provincias y municipios, se crean los territorios indígena originarios campesinos.
Así, los municipios que el 6 de diciembre adopten la condición de Autonomía Indígena, Originaria Campesina, se convertirán en entidades territoriales que, según lo estipulado en la CPE, no estarán subordinadas entre ellas y tendrán igual rango constitucional; es decir que no tendrán dependencia alguna de los niveles de autonomía departamental, municipal o regional.
La principal facultad que la Constitución concede a las autonomías indígenas es la del autogobierno, permitiéndoles organizarse de acuerdo a sus propias normas, instituciones y procedimientos ancestrales.
No está claro, aún, cuántos municipios, de los 327 que existen en Bolivia, irán al referéndum para acogerse al modelo de las autonomías indígena; ni cuántas -si no todas- de las 36 naciones indígenas constitucionalmente reconocidas se declararán autónomas.
Lo cierto es que ayer, con la promulgación del mencionado Decreto, se crea otro hito del largo proceso de inclusión y reconocimiento de los derechos de los indígenas y campesinos iniciado hace más de medio siglo, con la dictación de la Reforma Agraria el 2 de agosto de 1953.
De ahora en adelante, al Gobierno le toca la difícil tarea de dar viabilidad y sostenibilidad a la coexistencia de varios niveles autonómicos, evitando que las competencias y atribuciones de cada uno de ellos puedan constituirse en fuente de futuros conflictos.

domingo, 2 de agosto de 2009


Sus aguas se secan en aldeas de dos países

Prohibido estornudar en Santa Cruz


La expansión iraní en latinoamérica


Pantalones que realzan la figura femenina


El municipio crea siete atractivos paradisiacos


Once volcanes aún tienen movimientos telúricos en el territorio boliviano
Murió a los 19 años en Israel

La aritmética y la política


Así como hay sumas que restan, lo más probable es que cierta manera de multiplicar aliados dé como resultado una división de voluntades

Entre 1978 y 1980, cuando durante tres procesos electorales consecutivos las decenas de partidos políticos en que estaba dividida izquierda boliviana trataban de conquistar el poder a través de las urnas, hubo un tema al que se le dio máxima prioridad: la necesidad de unir fuerzas en un “frente único” para asegurar el triunfo y evitar la dispersión. Fue así como nació la Unidad Democrática Popular.
Hubo una sola voz que cuestionó firmemente la idea. Era Marcelo Quiroga Santa Cruz, candidato y jefe del PS-1, para quien la cantidad no era lo más importante sino la calidad. “La política no es como la aritmética –decía— pues hay sumas que restan”. La UDP, en cambio, priorizó la unidad y formó así un frente cuya heterogeneidad le dio buenos réditos electorales pero pésimos resultados políticos. Logró sumar siglas y votos, --éxito cuantitativo-- pero a costa de perder coherencia en sus actos –fracaso cualitativo--.
Resulta oportuno recordar esas lecciones históricas ahora, pues es muy similar la situación de las diversas corrientes en que está dividida la oposición. Hay quienes priorizan la inmediatista lógica aritmética y quienes viendo más allá del día de las elecciones se preocupan por el largo plazo, el que requiere una visión estratégica y no sólo coyuntural.
El pasado inmediato aporta también lecciones que deben ser tomadas en cuenta. La calamitosa experiencia de lo que fue Podemos, por ejemplo, ilustra muy bien el dilema.
Ahora, cuando la oposición afronta el desafío de articular un proyecto alternativo al que ofrece el MAS, se vuelve a plantear la disyuntiva entre la lógica aritmética y la política. Hay unos que pretenden sumar en una misma fórmula a individuos provenientes de las más diversas corrientes ideológicas, en desmedro de un mínimo de coherencia, y otros que, aún a riesgo de sacrificar una unidad tan artificial como artificiosa, proponen priorizar la construcción de una sólida plataforma que no se agote en el próximo acto electoral.
Aparentemente, el primer camino ofrece una ventaja cuantitativa plasmada en una suma de votos. Según esa lógica, al poner en un mismo “costal de gatos” a ex masistas y ex garcíamecistas, por ejemplo, se logrará que se agreguen en las urnas los votos de unos y otros. Pero así como hay sumas que restan, lo más probable es que esa manera de multiplicar aliados dé como resultado una división de voluntades y que a la larga no se obtenga ni cantidad ni calidad. Lo que fue Podemos es un buen ejemplo de lo que eso significa.
Una reconciliación con la racionalidad política, lo que implica distanciarse de la aritmética cuya máxima expresión es el “marketing” electoral, es pues uno de los desafíos que tienen los que aspiran a ser, más que candidatos --que sobran-- líderes del futuro, que es lo que falta.

La aritmética y la política


Así como hay sumas que restan, lo más probable es que cierta manera de multiplicar aliados dé como resultado una división de voluntades

Entre 1978 y 1980, cuando durante tres procesos electorales consecutivos las decenas de partidos políticos en que estaba dividida izquierda boliviana trataban de conquistar el poder a través de las urnas, hubo un tema al que se le dio máxima prioridad: la necesidad de unir fuerzas en un “frente único” para asegurar el triunfo y evitar la dispersión. Fue así como nació la Unidad Democrática Popular.
Hubo una sola voz que cuestionó firmemente la idea. Era Marcelo Quiroga Santa Cruz, candidato y jefe del PS-1, para quien la cantidad no era lo más importante sino la calidad. “La política no es como la aritmética –decía— pues hay sumas que restan”. La UDP, en cambio, priorizó la unidad y formó así un frente cuya heterogeneidad le dio buenos réditos electorales pero pésimos resultados políticos. Logró sumar siglas y votos, --éxito cuantitativo-- pero a costa de perder coherencia en sus actos –fracaso cualitativo--.
Resulta oportuno recordar esas lecciones históricas ahora, pues es muy similar la situación de las diversas corrientes en que está dividida la oposición. Hay quienes priorizan la inmediatista lógica aritmética y quienes viendo más allá del día de las elecciones se preocupan por el largo plazo, el que requiere una visión estratégica y no sólo coyuntural.
El pasado inmediato aporta también lecciones que deben ser tomadas en cuenta. La calamitosa experiencia de lo que fue Podemos, por ejemplo, ilustra muy bien el dilema.
Ahora, cuando la oposición afronta el desafío de articular un proyecto alternativo al que ofrece el MAS, se vuelve a plantear la disyuntiva entre la lógica aritmética y la política. Hay unos que pretenden sumar en una misma fórmula a individuos provenientes de las más diversas corrientes ideológicas, en desmedro de un mínimo de coherencia, y otros que, aún a riesgo de sacrificar una unidad tan artificial como artificiosa, proponen priorizar la construcción de una sólida plataforma que no se agote en el próximo acto electoral.
Aparentemente, el primer camino ofrece una ventaja cuantitativa plasmada en una suma de votos. Según esa lógica, al poner en un mismo “costal de gatos” a ex masistas y ex garcíamecistas, por ejemplo, se logrará que se agreguen en las urnas los votos de unos y otros. Pero así como hay sumas que restan, lo más probable es que esa manera de multiplicar aliados dé como resultado una división de voluntades y que a la larga no se obtenga ni cantidad ni calidad. Lo que fue Podemos es un buen ejemplo de lo que eso significa.
Una reconciliación con la racionalidad política, lo que implica distanciarse de la aritmética cuya máxima expresión es el “marketing” electoral, es pues uno de los desafíos que tienen los que aspiran a ser, más que candidatos --que sobran-- líderes del futuro, que es lo que falta.