miércoles, 5 de agosto de 2009

Fracaso del igualitarismo (Roberto Laserna)

Las revoluciones, casi siempre impulsadas por la lucha contra la desigualdad, están condenadas al fracaso. No importa cuán radical sea la redistribución de riquezas que ellas logren ni cuánta violencia ejerzan para prevenir la acumulación, la desigualdad renace desde su propio núcleo.

El único éxito de largo plazo que tienen las revoluciones es no intencionado, y consiste en abrir espacios para la movilidad social. Lamentablemente, el costo que imponen a las sociedades es muy alto si se lo compara con los procesos graduales de cambio social y económico que acompañan al desarrollo en democracia. Éstos, además, evitan la confusión entre desigualdad e injusticia, y generan una equidad más sólida y duradera.

El secreto de Herbert Klein

La primera parte de la tesis anterior está sustentada en un libro publicado en 1981: La revolución y el renacimiento de la desigualdad. Una teoría aplicada a la Revolución Nacional en Bolivia. Es sorprendente que este libro no se conozca en nuestro país, considerando la obsesión que tenemos con las reformas del 52 y que tiene como coautor a un reconocido “bolivianista”: Herbert Klein. El otro es Jonathan Kelley.

Ellos sostienen que Bolivia prueba el fracaso al que están condenadas las revoluciones. Su libro se basa en datos referidos a la generación que vive la revolución y a la que le sigue, obtenidos de una encuesta realizada a 1130 jefes de hogar en seis comunidades de altiplano, valles y llanos, las que fueron detalladamente estudiadas por antropólogos y sociólogos que vivieron en ellas entre 1965 y 1966.

Estos estudios permanecieron inéditos hasta el trabajo de Kelley y Klein, que miden las enormes desigualdades que caracterizaron a la sociedad boliviana antes de la revolución y muestran que los cambios radicales que implicaron la redistribución de tierras, la reorientación del gasto fiscal y la expropiación de ahorros por la inflación tuvieron impacto igualitario. Pero también descubren la corta duración de ese impacto, y detectan el rápido renacimiento de la desigualdad, la cual incluso alcanza niveles más acentuados.

Igualitarismo imposible

Las revoluciones fracasan porque pueden redistribuir las riquezas materiales, como la tierra, quitándola a los que tienen más y dándola a los que no la tienen, pero no pueden redistribuir otras riquezas no materiales como la educación, el conocimiento, la información o las relaciones. Y éstas, que están desigualmente distribuidas, tarde o temprano también se manifiestan materialmente. Y es que las sociedades no son estáticas y, como otras de sus características, las desigualdades se producen y reproducen continuamente. Son al mismo tiempo causa y resultado. Las riquezas (y las pobrezas) materiales y no materiales se influyen y refuerzan mutuamente, y tienden a la desigualdad.

El fracaso de la revolución no se debe, en consecuencia, a la traición de sus líderes, a la desviación ideológica de sus conductores o a la ineficiencia de sus administradores. Lo más que éstos pueden hacer es demorar el resurgimiento de la nueva desigualdad o esconderla, pero al costo de una inmensa represión, a veces sólo política, pero muchas veces también cultural y económica.

El libro demuestra que había desigualdad antes y que hubo desigualdad después, en niveles incluso más profundos, pero no reconoce que se trata de una “nueva” desigualdad. Nueva no sólo en magnitud sino también en las causas que la originan y en los estratos sociales que la viven. En la estructura que emerge de la revolución los recursos que permiten la acumulación ya no son los de antes, son distintos, y los individuos o grupos que los controlan y utilizan son también nuevos.

Si bien es cierto que las revoluciones se hacen para luchar contra la desigualdad y fracasan en ese intento, no es menos cierto que una intención oculta de los revolucionarios es romper los obstáculos a la movilidad social. Y lo logran.

Lo importante es la equidad

En realidad, si todas las revoluciones fracasan en su promesa de igualdad, tienen cierto éxito en su motivación más profunda y no siempre explícita: todas reemplazan a unos ricos por otros, sacan a algunos grupos del poder y encumbran a otros, eliminan a unas oligarquías pero generan otras.

Su problema es que confunden la desigualdad con la inequidad, cuando la importante es esta última, que alude a la dimensión de injusticia que puede haber en la desigualdad. Una desigualdad es injusta solamente cuando es impuesta y resulta insuperable.

Las revoluciones y los revolucionarios ignoran esa diferencia y tratan de resolver las injusticias eliminando las desigualdades, lo que ya ha resultado trágico para millones de personas.

La alternativa que enseña la historia es que, siendo la desigualdad inevitable, el antídoto para superar su dimensión injusta no es la igualación, forzada o no, sino la movilidad social.

Y aunque ésta puede considerarse un pequeño “éxito” dentro del gran fracaso de las revoluciones, no llega a justificarlas debido a los elevados costos que éstas imponen. Costos políticos, de represión, autoritarismo y violencia; y costos económicos, de rezago en el crecimiento. En esto, Bolivia es también un caso modelo: en términos reales, el PIB per cápita del año 1965 era inferior al de principios de los años 50.

En suma, si bien la revolución nacional fracasó en su igualitarismo y desató cierta movilidad social, no la pudo ampliar debido al estancamiento de la economía provocado por ella misma, por sus convulsiones y el debilitamiento de las instituciones.

Es necesario aprender las lecciones que esto nos deja ahora que estamos viviendo bajo una nueva obsesión igualitarista. Para ello, debemos ir más allá de la desigualdad y preocuparnos por lo que verdaderamente importa, que es la equidad. Nuestra propia historia y la de otros países muestran que la podemos conseguir, en forma gradual pero segura, si abrimos nuestra economía, si fortalecemos las instituciones, si defendemos los derechos y las libertades individuales, si impulsamos el crecimiento de la economía.

En síntesis, el voluntarismo político puede generar lo opuesto a lo que se busca. La justicia social se la alcanza de mejor manera y es más perdurable con la gradualidad del desarrollo, es decir, impulsando el progreso y ampliando la libertad.

Fuente: La Razón