miércoles, 4 de noviembre de 2009

La ciudad y el campo (Gonzalo Lema)

Después de la valiente revolución del 52, el único vínculo real con el campo ha sido la empleada doméstica. En gran parte del altiplano, y en casi todo el valle o piso subandino, la reforma agraria se había encargado de impulsar a los campesinos para que tomaran las tierras. Y eso hicieron, a las buenas y a las malas. Y el mundo criollo, prácticamente en su totalidad, salió del campo y volvió a las ciudades y allí se quedó incluso hasta ahora. No sucedió lo mismo en los llanos, porque la misma reforma agraria trazó para esas tierras calientes otros planes que, con el tiempo, terminaron tan desvirtuados como los del occidente del país. En uno se llegó a la realidad tonta del surco por persona, y en el otro se llegó al latifundio delirante de las doscientas mil hectáreas y hasta más para un solo nombre.

Los bolivianos sabemos toda esa historia y siempre hemos pensado que debería trabajarse sobre esta realidad, por la sencilla razón de nuestra matriz indígena. Una prueba de lo que afirmo se dio en el resultado de la consulta sobre el número máximo de hectáreas que debería detentar una persona, y ganó, de manera abrumadora, el número más chico, el de apenas cinco mil, y siempre y cuando cumplan una función positiva respecto de la sociedad. Ese resultado incuestionable nos dice también que entendemos que la tierra es un recurso finito, limitado, y que cada vez ha de alcanzar menos en el reparto, pero que, si nos organizamos, podemos darle cara a la crisis alimenticia y hasta podemos exportar algunos productos y ayudar a países sin estas posibilidades. Organizarse significa cumplir una serie larga de tareas previas, muchas insospechadas, para que el circuito agrícola nos sea vital como Dios manda.

Pero el circuito agrícola significa mucho más que trabajar la tierra. El circuito significa que los vínculos de la ciudad con el campo deben volver a establecerse, pero esta vez con puentes de ida y vuelta, respetuosos, firmes, evitando que sean levadizos como los anteriores a la revolución. Para eso, debemos aprender quechua, por ejemplo, como sabía y hablaba la gente hasta más allá del 52. Muchos nos preguntamos por qué se perdió esa parte rica de nuestra cultura citadina, y la única respuesta es, hasta ahora, que el 52, si bien significó la incorporación de indígenas y campesinos al ejercicio pleno de la ciudadanía, también levantó el puente de vinculación entre las dos realidades y nos dejó en la batalla tan sólo con el castellano. Una suerte de huérfanos en medio de un paisaje tan variado en todos los términos. Para colmo, debemos reconocer que el mundo indígena y campesino siempre se afanó en hablar castellano y trató de hacerlo con menos acento que el Goni. Lo que quiero decir es que nosotros no nos hemos esforzado nada, o por lo menos no lo suficiente, en cultivar un valor tan importante como el idioma de la otra mitad de nuestro ser.

No sólo eso. Los bolivianos de la ciudad estamos convencidos de que nuestra fe es la única verdadera. Es un error afirmar aquello. La fe siempre sirve como columna vertebral moral, abrace un dios como abrace otro. Y la religiosidad de los pueblos andinos, así como la religiosidad de los pueblos amazónicos, igual que la nuestra, nos da, además de todo, un lugar más allá de la misma muerte. ¿Es eso poco? En este tema esencial también debemos reconocer que tanto los indígenas como los campesinos se han acercado a la religión católica todo lo posible, y, si bien se ha logrado un sincretismo maravilloso con lo suyo, es notorio que la gente de la ciudad debería tratar de comprender la espiritualidad profunda de estos pueblos dando muchos pasos más allá de la q’hoa de cada primer viernes de mes.

A propósito del gran debate nacional en torno a la nueva constitución que rige nuestra vida en sociedad, también ha circulado la sonrisa irónica e ignorante, por todos los medios de comunicación, de quienes no creen que estos pueblos hayan trabajado su propio sistema político. ¿Qué es lo que se trataba de afirmar? ¿Qué seguía rigiendo la ley del más fuerte? ¿Qué vivían sin ley? Nuestros estudiosos afirman, cada vez con mayor convicción, todo lo contrario. Antiquísimas instituciones de la humanidad como el cabildo, propias de democracias directas, no intermediadas, rigen a plenitud en esas sociedades. Más aún: la carga de la gestión pública es rotativa, no perpetua. ¿Cómo no respetar esa legítima manera de vivir en nuestra ley? Creo que incluso nos hemos quedado cortos concediendo poca representación para el parlamento, pues se ha querido entender que no hacía falta, porque varios pueblos ya son mestizos.

Los bolivianos de la ciudad debemos aceptar que, por ahora, para la sorpresa de muchos, algunos pueblos no quieren asimilarse a nuestra forma de ser. Quieren seguir siendo ellos, asunto bien difícil, pero es su voluntad. Si somos demócratas, debemos respetar esa decisión y entender que si hay un pie que acelere este proceso de integración y mestizaje debe ser el suyo en lo posible, y, si fuera el nuestro, que no aplaste cuellos sino que pise con el respeto debido.

Por estas cosas, y por tantas otras que yo no veo, debemos poner el mayor de los esfuerzos en integrar la ciudad con el campo. Del campo no llegan los bandidos, como se pensaba en la Edad Media y se tuvo que alzar cordones de murallas y hacer hervir cantidades de aceite. Y de la ciudad no salen explotadores, discriminadores, vivillos, nada más que porque sí. La realidad política, social, jurídica y cultural dio lugar a todo eso. Pero hemos dado un paso enorme visibilizándonos unos a otros. En el fondo nuestro, un indio de pie nos mira. En el fondo suyo, un criollo empieza a despertar con los mejores deseos de un futuro mejor. Nos va a ir bien, como nos fue con la comida nacional cocinada por la noble empleada doméstica.







SURAZO



Matones



JUAN JOSÉ TORO MONTOYA



Ingrediente 1: Peleas.- Las peleas entre simpatizantes de partidos políticos son tan antiguas como la política misma y, por ello, la historia de Bolivia está plagada de ejemplos de ese tipo.

Ingrediente 2: Excesos.- Los excesos siempre son malos no sólo porque significan rebasar los límites de lo ordinario, y en ocasiones hasta de lo ilícito, sino porque, al hacerlo, sobrepasan las normas de convivencia humana.

Una de la razones de las crisis políticas de nuestro país es la frecuente mezcla de esos dos ingredientes.

Teóricamente, los militantes de partidos políticos deberían recibir adoctrinamiento de estos, asistir a reuniones para discutir las propuestas de aquellos a la sociedad y trazar estrategias para la lucha ideológica. En medio de ello, se debería formar cuadros; es decir, aquellas personas que, por su don natural de mando, tendrían que asumir liderazgo en el futuro.

Lamentablemente, el panorama de los anteriores párrafos es simplemente teórico porque, por lo menos en Bolivia, los partidos políticos han dejado de ser los instrumentos idóneos para el ejercicio democrático y se han convertido en meras agencias de empleos o de distribución de prebendas.

Abandonados y/o utilizados por sus líderes e incapaces de mantener la lucha política en el terreno de lo ideológico, los actuales militantes y/o simpatizantes de partidos políticos se limitan a asistir a los actos de masas, mejor si es a cambio de unos pesos o algún regalito. Otros forman grupos de choque cuya función es amedrentar al enemigo y esto ya es un exceso.

En la historia reciente de Bolivia, las prebendas y los excesos de los partidos políticos fueron moneda corriente. No obstante, se creía que el odio y la intolerancia eran prácticas de agrupaciones totalitarias como las de los nazis o fascistas cuyos grupos de choque llegaron hasta el crimen.

Los tiempos de cambio que vivimos nos demuestran cuán equivocados estábamos porque el odio, la intolerancia e incluso el crimen y el racismo no habían sido exclusivos de los partidos considerados de derecha.

El Movimiento Al Socialismo que, desde su nombre, es un partido autoproclamado de izquierda, ha demostrado que puede actuar igual o peor que los que supone sus antípodas.

Lo demuestra al considerar como enemigos a quienes piensan diferente —incluida, lógicamente, la prensa— y al evitar que sus rivales electorales desarrollen sus campañas en territorios controlados por masistas.

Los excesos se convirtieron en moneda corriente y, ante el silencio cómplice de los organismos internacionales a los que se presentó la denuncia, prosiguieron inalterables.

Pero en el marco de una contienda política, hasta esos excesos pueden resultar más o menos normales siempre y cuando no rebasen los límites de lo legal.

Empero, aquella agresión a opositores en la que un niño resultó herido pasa no sólo los límites de lo legal sino de lo racional.

La provocación de una fractura de pierna se tipifica como “lesiones”, delito sancionado por los artículos 270 y 271 del Código Penal, y su gravedad depende de los días de impedimento. Que se haya cometido contra un menor de edad constituye, además, una agravante.

Y es que lo peor de los excesos en aquella pelea es que se atentó contra la integridad de un niño cuyo desarrollo físico, mental, moral, espiritual, emocional y social en condiciones de libertad, respeto, dignidad, equidad y justicia está teóricamente garantizado por el código de la materia y la nueva Constitución.

No puedo ni imaginarme a aquel pobre niño gritando “papi… por favor que no me maten” en medio de aquella sórdida pelea de seudopolíticos pero estoy seguro que, al herirlo, esos politiqueros mataron el último resquicio de respeto por la sociedad que quedaba en sus conciencias.

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