Todo parece indicar que el gobierno boliviano se propone asumir una posición de vanguardia para promover el fundamentalismo ambiental
Según revela un amplio informe publicado en este matutino en días pasados, Bolivia está a punto de perder un millonario mercado de bonos de compensación ecológica establecidos en el Protocolo de Kyoto (“bonos de carbono”) suscrito en 1999, que implicaban para el país un ingreso de 300 a 400 millones de dólares anuales, como una forma de compensación por proyectos ambientales financiados por países altamente industrializados. Unos 30 proyectos, muchos impulsados por poblaciones indígenas, esperaban beneficiarse con estos recursos.
De acuerdo a las versiones gubernamentales, la intención de dar la espalda a los acuerdos originados en Kyoto estaría motivada en la convicción expresada por el Presidente Morales en sentido de no permitir que “hasta el cambio climático sea convertido en mercancía”. Se trata de una posición que rompe todos los esquemas hasta ahora adoptados, y pone a Bolivia a la vanguardia de lo que muchos consideran un fundamentalismo ecológico muy poco viable en términos prácticos, pero muy cotizado en el mercado de las ideas contestatarias al “establishement” capitalista y moderno.
El asunto, aparentemente poco relacionado con los múltiples conflictos que cotidianamente ocupan la atención colectiva, es en realidad uno de los más importantes del mundo actual. El cambio climático ocupa un primerísimo lugar en la agenda de preocupaciones de la sociedad contemporánea y son muchos los debates que sobre el ya arrecian de cara a la cumbre mundial que tendrá lugar en Copenhague en octubre próximo.
La posición que Bolivia adopte en ese encuentro será de máxima importancia. Por una parte, porque el nuestro es uno de los países con mayor diversidad ecológica lo que lo hace especialmente apetecible tanto para las grandes empresas interesadas en la explotación comercial de bosques, flora y fauna, como para las organizaciones ecologistas que ya son un enorme factor de poder a escala planetaria.
Pero también muchos ojos estarán puestos sobre lo que digan nuestros representantes porque el gobierno boliviano es visto en los poderosos círculos ecologistas, indigenistas, anticapitalistas y antimodernos como un modelo a seguir. Si Bolivia opta por la radicalidad, no faltarán quienes se alineen en esa dirección, lo que sin duda tendría hondos efectos económicos, políticos y sociales en el continente y en el mundo entero.
La importancia que el discurso ecologista tiene en la ofensiva desencadenada por indígenas amazónicos en Perú contra las actividades productivas en esa región es sólo un ejemplo de lo que eso puede significar.
Así pues, la posibilidad de que la cumbre de Copenhague se convierta en una palestra para que desde la que se promueva un giro hacia posiciones radicales es algo que debe comenzar a ser tema debate en nuestro país.
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