Ante la contundencia con que se impuso el engaño, resultan inútiles los esfuerzos que hacen los expertos para hacer oír sus advertencias
Si alguien todavía tenía alguna duda sobre la verdadera naturaleza de la “nacionalización” de los hidrocarburos y, lo que es peor aún, sobre las consecuencias que tal medida traerá para el futuro de nuestro país, es probable que ésta haya sido ya despejada a la luz de las más recientes informaciones que sobre el tema se han publicado.
La manera pueril como se negoció la compra de las acciones que Shell y Ashmore tenían en Transredes; la descarada manera como tal transacción fue presentada, despliegue militar de por medio, como si de un heroico acto se tratara; el silencio cómplice que ante tan burdo engaño mantuvieron mientras les fue conveniente hacerlo los directores de la empresa, son pequeñas muestras de lo lejos que se llevó, en el campo político y propagandístico, lo que en los hechos es una monumental estafa al pueblo boliviano.
Pero nada de lo anterior es en sí mismo grave. Al final de cuentas, es sólo una manifestación más de la manera como se ha hecho de la mentira el pilar fundamental de un proyecto político. Nada que deba sorprender cuando la mitomanía imperante deja sus huellas en todos y cada uno de los pasos que se da en el “proceso de cambio” en curso.
Cuando el asunto adquiere dimensiones dignas de preocupación es cuando se cuantifican sus consecuencias en términos económicos y, mucho peor aún, cuando las cifras se proyectan hacia el porvenir. Lo único que se puede ver al hacer ese ejercicio es un país que se encamina a pasos agigantados desde la pobreza hacia la miseria.
La falta de inversiones externas para la exploración, perforación y explotación de nuevos campos, la malversación de los pocos recursos propios disponibles, la falta de idoneidad profesional de quienes tienen a su cargo la toma de decisiones en el sector hidrocarburìfero son algunos de los factores que no permiten ver con optimismo el futuro.
Pero aún peores son las consecuencias que tales circunstancias ocasionan en nuestra relación con el mundo externo, y principalmente con los principales compradores de nuestros hidrocarburos. Es el caso de Brasil y Argentina que ya planifican su futuro sin contar con el gas boliviano. Y no menos significativas son las inversiones que hacen Trinidad y Tobago, Perú y –el colmo de la paradoja— Venezuela, para copar los mercados que Bolivia está abandonando.
Ante tal panorama, y frente a los impulsos suicidas que por lo visto se han apoderado de la mente de quienes conducen la política hidrocarburífera nacional, resultan inútiles los esfuerzos que hacen los expertos en la materia para hacer oír sus advertencias. En vano se desgañitan tratando de detener la destrucción de la principal fuente de ingresos que todavía tiene nuestro país. Es una muestra más de lo lejos que puede llegar la mitomanía cuando todo un pueblo se hace adicto a ella.
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