No sé cómo será la película ni de qué manera se reconstruirá la historia. Solamente confío en que en algún momento sus creadores se acuerden de los 4.400 niños que no podrán sentirse orgullosos del heroísmo inútil que desplegamos hace nueve años
Según informa la prensa, se comenzó a rodar una película en Cochabamba sobre la guerra del agua de abril del 2000. La protagoniza el buen actor mexicano Gael García, y la dirige Iciar Bollaín, ganadora de varios premios en su carrera.
Es gente de oficio y seguramente en la elaboración del guión habrá buscado asesoramiento profesional, pues aunque la película será ficción, si resulta buena proyectará una imagen que terminará reemplazando a la realidad. Y la realidad fue dramática y socialmente muy costosa como para no respetarla, por lo menos en sus aspectos fundamentales.
De todos modos, es bueno que los cochabambinos no olvidemos lo que fue la guerra del agua, sus equivocados preámbulos, su heroico y confuso desarrollo, y sus penosas consecuencias. Esas que todavía vivimos aunque a veces querramos ignorarlas, aferrándonos a una imagen de victorias y triunfos que son desmentidos cada día en los barrios populares de nuestra ciudad.
Si algo es importante para entender lo que fue la guerra del agua es, precisamente, lo que ocurre en los barrios populares.
En 1999 se autorizó la privatización de Semapa, la empresa distribuidora del agua, obligando a la concesionaria internacional a utilizar las aguas de Misicuni en contra de las recomendaciones del Banco Mundial y de otros expertos. En ese tiempo, los barrios populares de Cochabamba se abastecían de agua a costos elevados, sin control de calidad y en cantidades insuficientes.
Los carros aguateros llevaban agua cruda, sin tratar, y la vendían por turriles a precios que multiplicaban por siete los de la empresa municipal. Esa diferencia hacía que proliferaran otras formas de abastecimiento, como las asociaciones y cooperativas informales de grupos que perforaban un pozo común y se distribuían los costos, llevando a su casa agua sin tratar, a veces contaminada, pero en flujos más o menos continuos y relativamente baratos. Las familias más pudientes perforaban sus propios pozos y, si podían, entraban más profundo y vendían agua a los vecinos o a los camiones aguateros.
La empresa municipal apenas lograba abastecer la mitad de las necesidades de la población y el resto se las arreglaba como podía. Los pobres pagaban los precios más elevados por la peor agua.
La guerra del agua fue iniciada por los sectores medios en rechazo al aumento de tarifas. El aumento reflejaba la obligación de financiar Misicuni y expandir el servicio. Eran más altas, pero aún así daban agua mucho más barata que la que conseguían los que no estaban conectados a la red municipal. La gente de los barrios populares se sumó a la revuelta con la esperanza de evitar que la transnacional “se lleve el agua” o se adueñe “también de la lluvia”, como aseguraban los demagogos, pero sobre todo con el deseo de cambiar su situación.
La protesta fue tan amplia y vigorosa que el gobierno retrocedió en los planes de privatización y canceló el contrato con la empresa transnacional. Esta apenas había invertido y se alejó sin defenderse, buscando refugio en leyes y convenios.
Han pasado nueve años desde entonces. La empresa municipal no ha podido aumentar la cobertura del servicio mientras la ciudad ha seguido creciendo, de manera que hoy son muchas más las familias que deben recurrir a pozos, asociaciones o carros aguateros. Las consignas de “el agua es vida” y “el agua es un derecho humano” son parte de nuestras convicciones y han sido inscritas incluso en la nueva Constitución, pero detrás de ellas sigue existiendo un pujante mercado negro del agua (la de la lluvia también) que tiene a los más pobres entre sus víctimas más rentables.
Precisamente en estos días se difunden informaciones de la empresa distribuidora del agua, Semapa, que la muestran sometida a los caprichos corporativos de sus trabajadores y sin capacidad alguna para contraer créditos, evitar fugas de agua o cobrar tarifas que garanticen un servicio equitativo para los cochabambinos.
El problema, claro está, no es solamente de agua. Es de salud, y por tanto de vida o muerte. La mortalidad infantil en los barrios sin agua tratada sigue siendo más alta que en el resto de la ciudad, y posiblemente debido a esta carencia. Basado en las diferencias de tasas de mortalidad, en marzo del año 2000 calculé que la falta de agua en los barrios populares causa la muerte de 40 niños por mes. Esto quiere decir que desde la guerra del agua han muerto por falta de agua más de 4400 niños en Cochabamba. Ese es el verdadero costo de haber postergado todos estos años la solución al problema del agua.
Es cierto que el contrato de entonces no era el mejor, y es cierto que el pueblo mostró coraje y decisión en las calles de la ciudad. También es cierto que se expulsó a una empresa transnacional, pero también es cierto que ésta nunca se defendió.
Y es cierto que se derrotó al ex dictador Banzer, y se le cobró el atrevimiento de haber retornado elegido en las urnas. También cayeron partidos y surgieron nuevos líderes, y murió un muchacho y otros fueron heridos. Todo eso es cierto y permite a ideólogos y artistas recrear la emoción de la dignidad ganada en esos días, cuando los cochabambinos creímos todas las mentiras y promesas con tal de rechazar a los policías que querían imponer las equivocaciones de los gobernantes.
Pero la guerra del agua nos ha dejado igual o peor que el año 2000. Por eso me animo a complementar el título de la película para describir la situación del agua: La lluvia también… y sobre todo. Porque hoy, más que en el 2000, dependemos en Cochabamba de la lluvia mucho más que de la empresa municipal y de las promesas traidoras que nos hicieron.
No sé cómo será la película ni de qué manera se reconstruirá la historia. Solamente confío en que en algún momento sus creadores se acuerden de los 4.400 niños que no podrán sentirse orgullosos del heroísmo inútil que desplegamos hace nueve años.
Fuente: Los Tiempos
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