Es irresponsable caer en la autocomplacencia y afirmar, entre quienes detentan el poder, que el cambio está hecho y es perfecto. Y es también desafortunado que algunos sectores, sobre todo políticos, no consigan asimilar que los tiempos que corren son otrosLa celebración del aniversario patrio en la ciudad de Sucre, además de marcar el retorno, después de dos años, del Presidente de la República a esa Capital, ha tenido varias connotaciones.
Han pasado tres años desde aquella vez cuando Sucre fue el centro de la atención nacional e internacional con la instalación de la Asamblea Constituyente. Por entonces, la capital de Bolivia era sinónimo de esperanza para el país, de un futuro con igualdad y fraternidad entre bolivianos. Hace tres años que se iniciaba en esa ciudad el cambio por el cual había votado una mayoría de la población, cuyo magno instrumento democrático era la Asamblea Constituyente.
El 6 de agosto último asistíamos a la consolidación de dichos cambios, cuya concreción está reflejada en la Constitución Política del Estado en actual vigencia, aprobada mediante un referéndum, aunque la misma, para un importante segmento de la población boliviana, sea sinónimo de imposición y atropello.
No cabe duda de que el proceso de elaboración y aprobación de la nueva CPE ha llevado al país a una profunda polarización social y política, cuando lo deseable era que la misma nazca como fruto del diálogo y el consenso entre bolivianos. Es por esa misma razón que dichos cambios, que constituyen un avance para unos y un retroceso para otros, hayan generado escenarios de confrontación traducidos, muchas veces, en violencia e inclusive en la muerte de bolivianos y bolivianas.
En este proceso, por demás intrincado y complejo, el punto de no retorno ha sido rebasado con la paulatina entrada en vigencia de la nueva Constitución Política, cuya conducción será ratificada o modificada con los resultados de las elecciones generales previstas para diciembre próximo.
Hay, además, otras reflexiones necesarias en torno a lo que se ha dicho y se ha dejado de decir el pasado 6 de agosto en Sucre.
Es innegable que las reformas han modificado la vida política, social e institucional del país en proporciones que aún no conocemos. Sin embargo, otras esferas tan importantes como la economía no parecen cambiar, peor mejorar. Bolivia sigue siendo un país exportador de pobreza, con miles de migrantes que buscan la fuente de trabajo a miles de kilómetros de su hogar; con niños y niñas que deben alternar el juego con el trabajo; con miles de familias que no pueden cubrir sus necesidades básicas y con una gran parte de la juventud sin idea de su porvenir.
Por todas estas razones es irresponsable caer en la autocomplacencia y afirmar, entre quienes detentan el poder, que el cambio está hecho y es perfecto. Y es también desafortunado que algunos sectores, sobre todo políticos, no consigan asimilar que los tiempos que corren son otros, y que son otros también los valores y destrezas requeridas para el éxito político y social, a diferencia del pasado reciente cuando el origen, la tradición y hasta la cuna solían marcar el destino personal.
Teniendo en cuenta los retos que plantea el futuro, y habiendo visto que el último 6 de agosto fue otra oportunidad perdida para el reencuentro y la reconciliación, es posible afirmar que queda una gran tarea pendiente: que las visiones opuestas de país hagan un esfuerzo para encontrar espacios en común que permitan darle estabilidad y certidumbre al país, en vez de seguir confrontándolo y dividiéndolo.