La experiencia debe servir al gobierno boliviano para reconsiderar los criterios que guían su elección aliados estratégicos, amigos y enemigos
Muy grande debe haber sido la decepción de Evo Morales ante el desenlace de la cumbre presidencial de Unasur que tuvo lugar el viernes pasado en la ciudad argentina de Bariloche. Es que sus principales aliados en la región, Hugo Chávez de Venezuela, y Rafael Correa de Ecuador, lo dejaron en una muy poco decorosa “posición adelantada” al deponer sus beligerantes y radicales exigencias y ceder, sin mayor resistencia, un nuevo triunfo diplomático al mandatario colombiano, Álvaro Uribe.
En vano el presidente boliviano amenazó con no firmar la declaración final si no se incluía explícitamente un rechazo a la presencia de militares estadounidenses en bases colombianas, extremo al que ni Chávez se animó a llegar, y en vano tuvo la audacia de proponer un “referéndum continental” sobre el tema. Quedó solitario en su afán de mostrarse más radical que Chávez, y finalmente tuvo que firmar, aunque de mala gana, una resolución que por su tibieza debe haber dejado muy satisfecho al presidente colombiano.
Muy incómoda también fue la situación en la que puso a Morales el presidente peruano Alan García al desafiarlo a incluir en la agenda de temas pendientes de Unasur el tema marítimo. Nada fácil eludir el reto, pues pone en evidencia el radical giro dado por la diplomacia boliviana al aceptar el consabido planteamiento chileno de tratar tan engorroso asunto sólo de manera bilateral. Es pues poco satisfactorio el balance que para la política exterior del gobierno de Morales ha dejado la cumbre de Bariloche.
Diametralmente opuesto es el resultado obtenido por el presidente colombiano, pues logró salir airoso del difícil desafío que le fue planteado. El sólo hecho de haber logrado impedir que en la declaración final se condene su tratado militar con EE.UU. es ya un éxito.
Tan importante como lo anterior, aunque menos notorio, es que Uribe haya logrado dirigir la atención hacia a los sospechosos tratos que algunos gobiernos de la región, sobre todo Venezuela y Bolivia, mantienen con países “extracontinentales”, lo que bien puede interpretarse como una alusión a Irán. Que tales acercamientos sean puestos bajo la lupa de Unasur es sin duda lo que menos quisiera Hugo Chávez, lo que en gran medida explica la diferencia entre la beligerancia de sus arengas cuando se dirige a sus seguidores, y la mansedumbre con que actúa cuando debe enfrentarse a alguien más que a sus corifeos.
La experiencia de Bariloche debe servir pues al gobierno boliviano, antes de que sea demasiado tarde, para sopesar con más frialdad los criterios que guían su elección de aliados estratégicos, amigos circunstanciales y enemigos. De otro modo, corre el enorme riesgo de quedar ridículamente abandonado en medio de unas disputas que por su magnitud y seriedad corresponden a protagonistas de mayor envergadura.
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